Hay que reconocer

que soy una pésima administradora de blogs. Digamos que si administrar un blog (o dos) fuera comparable al hecho de tener un hijo (o dos), mi situación podría resumirse más o menos así:

• Del primer hijo, quedé embarazada sin habérmelo propuesto. El segundo lo tuve porque me gustó tener el primero.
  

• Cuando nació el segundo, me dediqué más al primero, por su consecuente y permanente necesidad de atención.
  

• El segundo fue creciendo casi sin que lo notara. A veces le hago un par de mimos y le cuento un cuento, como para que se acuerde que existo y él se queda contento.
  

• Pretendía que mi primer hijo fuera una persona seria, responsable, amante de las buenas costumbres y los mesurados intercambios de ideas. Como toda demasiada expectativa puesta en un hijo, el nene se me fue al carajo. Ahora, cuando quiere me ata a una silla, para hacer puntería con el arco y las flechas que le trajeron los reyes y después, prueba suerte lanzándome cada una de las cartas de sus 27 mazos de Yugi-Oh. Me tira la comida al piso, se hace pichí en la cama y cuando tenga 13 años me robará el auto para salir de joda con sus amigos.

• Mis emociones debaten permanentemente entre abrazarlo o reventarlo a tortazos. Ni que hablar de la culpa que me causa abandonar al segundo.

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Desconozco cómo manejan mis neuronas el asunto de la conexión de temas y todo eso. Porque todo lo anterior en realidad fue para decir que no puedo dejar de sorprenderme con la incongruencia de los comentarios de este blog: los posts que hago con el mínimo de seriedad indispensable, se transforman en una sarta de comentarios pelotudos sin sentido. En cambio, los posts más boludos terminan generando debates acerca de la educación, el sistema político y los temas acerca de las plantas de celulosa que no trata ningún medio periodístico. No hay caso, no se puede con ustedes.