Coronas y coronitas III
Por Nené López-Chicheri de Rodríguez Perigó
La Ciudad Vieja es un enorme crucero que hunde su proa en aguas encrespadas. Por eso, vivir en un apartamento en Misiones es como estar embarcada. Salgo al balconcito y saludo a los turistas que a su vez están en balconcitos de otros cruceros. Mis huéspedes, hombres de mar a los cuales he dado posada, también los saludan desde sus ventanas. Y seguimos navegando. Yo, de cara al viento y con los brazos abiertos. Solo falta que Leonardo di Caprio me tome de la cintura. Lástima que me toque viajar en tercera. Pero eso es sólo en verano. Cuando llega el invierno la inclemencia del tiempo se suma al deficiente mantenimiento del edificio y hay días en que vivo en un barco hundido. Es que no puedo dedicarle tiempo a la casa y además en cualquier momento la Unesco declarará el edificio como patrimonio histórico universal, me consta. Mientras tanto no se puede tocar nada, nada. Ni cambiar a un coreano de lugar, nada. De todas maneras yo viajo mucho y cuando estoy en Montevideo suelo pasar temporadas con alguna amiga en la rambla, con losa, gran recepción y jacuzzi. Y finas terminaciones, como las del enlace de Cayetano Martínez de Irujo y Genoveva Casanova, en el Reino de España. Disculpen, amigas, estaba en deuda con ustedes, pero debí ocuparme de la familia real británica y sus gestiones en Uruguay.
No les puedo decir lo emocionante que fue la boda de Genoveva y Cayetano, en el Palacio de Las Dueñas, en Sevilla. Los preparativos insumieron cuatro largos años –desde que nacieron los mellizos- y concitaron toda la atención de los sevillanos, los nobles, que departían animadamente dentro del palacio y los plebeyos, que al rigor de la intemperie se vendían entre sí toda suerte de humeantes snacks artesanales, desde garrapiñada a postas de pescado y los había que compraban unas y otras para luego vender tapas agridulces. En esa postal se atascó el carruaje de la novia, en cuyo pescante viajaba esta servidora desde Madrid, como un lacayo, sosteniendo la cola del vestido - dos metros de voile de organza en seda natural con incrustaciones de encaje y unas florcitas en degradé, divina, divina -, que salía por la ventanilla.
- ¡Me lleva! – exclamó Genoveva al ver que el carruaje se movía entre las masas como el pez en el barro.
Yo advertí el peligro en las miradas hostiles que se adivinaban más allá del espeso humo. Entrar a Las Dueñas era peor que salir de Versailles. Volví a oír la voz de la novia, ya temblorosa, dirigiéndose a mí.
- ¡Nené, ¿estáis ahí?!
- ¡Sí, m´hija! – respondí -. ¡La humareda no me deja ver! ¡Cómo me va a quedar el pelo, la puta que lo parió!
- ¡¿Nené, cuidáis la cola?!
- ¡No es momento para daros consejos matrimoniales! ¡No os hagáis la chiquilla y salvadme de la turba, por el amor de Dios!
Sin embargo, en el interior del carruaje la familia de la novia y los mariachis habían sido ganados por la desesperación y solo se oían gritos de angustia.
- ¡Cochero – grité con todas mis fuerzas -, apurad a las bestias! ¡Lanceros, a la carga! –agregué para intimidar a la muchedumbre que nos rodeaba.
Quiso la buena fortuna que finalmente los doce corceles blancos se abrieran paso entre y sobre los simples y llevaran su cargamento de sudacas a la seguridad del Palacio de Las Dueñas. Me sentí feliz de poder soltar la cola de la novia, que olía a grasa rancia. Genoveva descendió del carruaje y antes de que los invitados advirtieran su presencia me tomó del brazo y apuró el paso hasta una pequeña sala con un hogar donde ardían varios leños. Advertí que la tristeza había invadido su bello rostro.
- Nené... – dijo casi en un susurro, mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Extraño Jalisco.
- No te pongas así, mi corazón – le dije mientras buscaba en la cartera material absorbente. A ver, a ver esa carita triste – la consolé, secando una lagrimita con un pedazo de papel estraza que decía “cuarto de yerba, 3 huebo, $ 14”.
- No me quiero casar con ese guarro – me confesó Genoveva.
- El amor viene después, mi querida, tené paciencia.
- Hace cuatro años que vivimos juntos, Nené. ¿Cuánto más tengo que esperar?
- Ya vas a conocer a alguien que te ame, te lo aseguro, y que puedas amar.
- Entonces, ¿no me caso?
- Por supuesto que sí. Para eso vine hasta acá, con viáticos y todo – le dije tomándola de la chaquetita bordada en microcristal glasé, un sueño.
La empujé suavemente hasta la puerta, donde la esperaba ansioso su padre y padrino, quien además aportó el capital de giro del enlace, ya que los dueños de Las Dueñas solo pusieron el decorado. Mientras le retocaban el peinado a Genoveva me escurrí hasta la capilla del palacio, donde reencontré a lo más granado de la aristocracia española. Nené para acá, Nené para allá, casi me pierdo el ingreso de Cayetano, del brazo de su madre y madrina, la duquesa de Alba. El novio vestía el elegante uniforme de maestrante de la Real Maestranza de Sevilla, consistente en pantalón negro y chaqueta roja con botones dorados y charreteras bordadas en plata, con un gorro de penachos blancos. No sé por qué lo imaginé metiendo la cabeza en la boca de un león.
Cuando completé mis apuntes sobre su vestimenta le presté atención al propio Cayetano. Mi Dios, cargaría en la conciencia el peso de haber arrojado a esa hermosa chica al vacío, tal era la expresión del noble rostro. A su lado, su madre llevaba en el pelo una flor similar a la de aquella duquesa de Alba que Goya inmortalizara hace ya siglos. El parecido fisonómico de ambas era sorprendente, aunque la actual duquesa parece un Goya llevado de la mano de Quino.
Qué emoción cuando entró Genoveva del brazo de su padre, mientras los mariachis Aguas de Querétaro entonaban La prima lejana, en versión ranchera funky. Lloré de verdad y me tuve que secar las lágrimas con la estola de la baronesa de Valle Miñor. Qué novia más divina. En el altar fue recibida por Cayetano, que la miraba con adoración, y como preámbulo a la ceremonia litúrgica el coro de viaje jalisqueño Vinimos a Quedarnos – agrupación de 110 integrantes - comenzó a interpretar exquisitamente La Guadalupana.
Luego llegó el turno de la prosa. El marqués de Henares leyó un emotivo pasaje de Platero y yo, interrumpido por los sollozos del novio al llegar a “relleno de algodón”; fue seguido por el niño Pedrito de la Manola, que calculó mal el perímetro de un poliedro, en tanto Manuel Fraga, agendado para leer El lazarillo de Tormes, prefirió hacer gala de su habilidad en origami, con un equino que le dio unidad temática al conjunto de destrezas.
No pude calmarme hasta que Genoveva, ya casi condesa de Salvatierra, pronunció “sí, quiero”, porque no viajé hasta Sevilla para quedarme con una página en blanco y tener que devolver los viáticos. Al finalizar la ceremonia pasamos al salón de reuniones del segundo piso del palacio, una bellísima estancia sobre la galería que domina “un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”. Sí, amigas y fieles lectoras de Antonio Machado, es el patio del Palacio de Las Dueñas al que hacía referencia el poeta en sus versos. Sin embargo debo aclarar que mi colega de Hola! trasmitió información errónea al afirmar que Machado conocía el palacio por haber vivido en una casa aledaña “que su familia había alquilado a los Alba”. No, no y no, mi querida. Ya lo ha dicho el propio Machado: “Nací en Sevilla el año 1875 en el Palacio de las Dueñas. Anoto este detalle no por lo que tenga de señorial (el tal palacio estaba en aquella sazón alquilado a varias familias modestas), sino por la huella que en mi espíritu ha dejado la interior arquitectura de ese viejo caserón.”
La duquesa de Alba estará encantada de que enmendemos este error. Por lo demás, ¿quién no ha tenido que convertir alguna vez su residencia en conventillo, como los Alba, o en petit hotel, como en mi caso? De todas maneras es sabido que los niños pobres de Sevilla siempre han sido bien recibidos en el Palacio de las Dueñas, donde pueden jugar en el patio, correr por las galerías y quedarse a merendar, si lo desean.
No hay caso, Nené, las hadas ya fueron.
Ver:
Coronas y coronitas I
Coronas y coronitas II
No les puedo decir lo emocionante que fue la boda de Genoveva y Cayetano, en el Palacio de Las Dueñas, en Sevilla. Los preparativos insumieron cuatro largos años –desde que nacieron los mellizos- y concitaron toda la atención de los sevillanos, los nobles, que departían animadamente dentro del palacio y los plebeyos, que al rigor de la intemperie se vendían entre sí toda suerte de humeantes snacks artesanales, desde garrapiñada a postas de pescado y los había que compraban unas y otras para luego vender tapas agridulces. En esa postal se atascó el carruaje de la novia, en cuyo pescante viajaba esta servidora desde Madrid, como un lacayo, sosteniendo la cola del vestido - dos metros de voile de organza en seda natural con incrustaciones de encaje y unas florcitas en degradé, divina, divina -, que salía por la ventanilla.
- ¡Me lleva! – exclamó Genoveva al ver que el carruaje se movía entre las masas como el pez en el barro.
Yo advertí el peligro en las miradas hostiles que se adivinaban más allá del espeso humo. Entrar a Las Dueñas era peor que salir de Versailles. Volví a oír la voz de la novia, ya temblorosa, dirigiéndose a mí.
- ¡Nené, ¿estáis ahí?!
- ¡Sí, m´hija! – respondí -. ¡La humareda no me deja ver! ¡Cómo me va a quedar el pelo, la puta que lo parió!
- ¡¿Nené, cuidáis la cola?!
- ¡No es momento para daros consejos matrimoniales! ¡No os hagáis la chiquilla y salvadme de la turba, por el amor de Dios!
Sin embargo, en el interior del carruaje la familia de la novia y los mariachis habían sido ganados por la desesperación y solo se oían gritos de angustia.
- ¡Cochero – grité con todas mis fuerzas -, apurad a las bestias! ¡Lanceros, a la carga! –agregué para intimidar a la muchedumbre que nos rodeaba.
Quiso la buena fortuna que finalmente los doce corceles blancos se abrieran paso entre y sobre los simples y llevaran su cargamento de sudacas a la seguridad del Palacio de Las Dueñas. Me sentí feliz de poder soltar la cola de la novia, que olía a grasa rancia. Genoveva descendió del carruaje y antes de que los invitados advirtieran su presencia me tomó del brazo y apuró el paso hasta una pequeña sala con un hogar donde ardían varios leños. Advertí que la tristeza había invadido su bello rostro.
- Nené... – dijo casi en un susurro, mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Extraño Jalisco.
- No te pongas así, mi corazón – le dije mientras buscaba en la cartera material absorbente. A ver, a ver esa carita triste – la consolé, secando una lagrimita con un pedazo de papel estraza que decía “cuarto de yerba, 3 huebo, $ 14”.
- No me quiero casar con ese guarro – me confesó Genoveva.
- El amor viene después, mi querida, tené paciencia.
- Hace cuatro años que vivimos juntos, Nené. ¿Cuánto más tengo que esperar?
- Ya vas a conocer a alguien que te ame, te lo aseguro, y que puedas amar.
- Entonces, ¿no me caso?
- Por supuesto que sí. Para eso vine hasta acá, con viáticos y todo – le dije tomándola de la chaquetita bordada en microcristal glasé, un sueño.
La empujé suavemente hasta la puerta, donde la esperaba ansioso su padre y padrino, quien además aportó el capital de giro del enlace, ya que los dueños de Las Dueñas solo pusieron el decorado. Mientras le retocaban el peinado a Genoveva me escurrí hasta la capilla del palacio, donde reencontré a lo más granado de la aristocracia española. Nené para acá, Nené para allá, casi me pierdo el ingreso de Cayetano, del brazo de su madre y madrina, la duquesa de Alba. El novio vestía el elegante uniforme de maestrante de la Real Maestranza de Sevilla, consistente en pantalón negro y chaqueta roja con botones dorados y charreteras bordadas en plata, con un gorro de penachos blancos. No sé por qué lo imaginé metiendo la cabeza en la boca de un león.
Cuando completé mis apuntes sobre su vestimenta le presté atención al propio Cayetano. Mi Dios, cargaría en la conciencia el peso de haber arrojado a esa hermosa chica al vacío, tal era la expresión del noble rostro. A su lado, su madre llevaba en el pelo una flor similar a la de aquella duquesa de Alba que Goya inmortalizara hace ya siglos. El parecido fisonómico de ambas era sorprendente, aunque la actual duquesa parece un Goya llevado de la mano de Quino.
Qué emoción cuando entró Genoveva del brazo de su padre, mientras los mariachis Aguas de Querétaro entonaban La prima lejana, en versión ranchera funky. Lloré de verdad y me tuve que secar las lágrimas con la estola de la baronesa de Valle Miñor. Qué novia más divina. En el altar fue recibida por Cayetano, que la miraba con adoración, y como preámbulo a la ceremonia litúrgica el coro de viaje jalisqueño Vinimos a Quedarnos – agrupación de 110 integrantes - comenzó a interpretar exquisitamente La Guadalupana.
Luego llegó el turno de la prosa. El marqués de Henares leyó un emotivo pasaje de Platero y yo, interrumpido por los sollozos del novio al llegar a “relleno de algodón”; fue seguido por el niño Pedrito de la Manola, que calculó mal el perímetro de un poliedro, en tanto Manuel Fraga, agendado para leer El lazarillo de Tormes, prefirió hacer gala de su habilidad en origami, con un equino que le dio unidad temática al conjunto de destrezas.
No pude calmarme hasta que Genoveva, ya casi condesa de Salvatierra, pronunció “sí, quiero”, porque no viajé hasta Sevilla para quedarme con una página en blanco y tener que devolver los viáticos. Al finalizar la ceremonia pasamos al salón de reuniones del segundo piso del palacio, una bellísima estancia sobre la galería que domina “un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”. Sí, amigas y fieles lectoras de Antonio Machado, es el patio del Palacio de Las Dueñas al que hacía referencia el poeta en sus versos. Sin embargo debo aclarar que mi colega de Hola! trasmitió información errónea al afirmar que Machado conocía el palacio por haber vivido en una casa aledaña “que su familia había alquilado a los Alba”. No, no y no, mi querida. Ya lo ha dicho el propio Machado: “Nací en Sevilla el año 1875 en el Palacio de las Dueñas. Anoto este detalle no por lo que tenga de señorial (el tal palacio estaba en aquella sazón alquilado a varias familias modestas), sino por la huella que en mi espíritu ha dejado la interior arquitectura de ese viejo caserón.”
La duquesa de Alba estará encantada de que enmendemos este error. Por lo demás, ¿quién no ha tenido que convertir alguna vez su residencia en conventillo, como los Alba, o en petit hotel, como en mi caso? De todas maneras es sabido que los niños pobres de Sevilla siempre han sido bien recibidos en el Palacio de las Dueñas, donde pueden jugar en el patio, correr por las galerías y quedarse a merendar, si lo desean.
No hay caso, Nené, las hadas ya fueron.
Ver:
Coronas y coronitas I
Coronas y coronitas II
1 comentarios:
¿Cómo se llama la madre de Nora Dalmasso?
¡NENÉ!
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